9/52: Majo la fea
Un día, la evidencia reunida por mis hermanas determinó que a mí me gustaba Enrique.
Enrique tenía nueve años y era amigo de mi hermano Francisco; era flaco, moreno, de cabello negro rizado. Tenía un ligero aire a Alejandro Sanz en sus años mozos.
Después del veredicto de mis hermanas, yo, Majo, de siete años, procedí a encarnar mi gusto por Enrique. Si mi hermano lo invitaba a la casa, yo decía “Hola” con mi mejor actitud y estaba atenta de lo que estuvieran haciendo: si iban al parque, si se encerraban a jugar Nintendo, si se reían, si salían a andar en bici, si Enrique se sentaba a comer a la mesa con nosotros.
Seguía de cerca los pasos de Enrique, porque Enrique era el amor.
Cuando mi hermano cumplió años, mi mamá decidió llevarnos a comer a Chazz. Supe que Enrique estaba en la lista de invitados y procedí a planear el atuendo con el que asistiría al magno evento.
Mi hermano sabía que a mí me gustaba su amigo porque mis hermanas no tenían reparos en hacer comentarios al respecto frente a quien fuera. Por ese entonces, él me despreciaba con bastante contundencia por razones que ya ni nos importa conocer. Lo cierto era que yo no podía entrar a su cuarto y que, antes de irse a dormir, él le daba beso de buenas noches a todas, menos a mí, porque decía que yo le daba asco.
Yo estaba tan emocionada por el festejo en Chazz, que decidí usar un ajuar especial para impresionar a Enrique. A mí no me encantaban los vestidos y, en esa época, mi mamá me compró para dormir un camisón (mi favorito) que tenía el dibujo de un oso polar, un oso grizzly y un pingüino en la playa, parados sobre la arena y cada uno sosteniendo su respectiva tabla de surf. Amaba esa piyama, tanto, que pensé que debía llevarla al restaurante. El problema era que, al tratarse de un camisón, no había manera de fajarla en el pantalón para hacerla lucir como una playera. Lo intenté. Me miré con terquedad frente al espejo, traté de fajarla en mis pantalones de mezclilla de modo que la bola que se formaba al subirme los jeans fuera lo menos notoria posible; consideré cortar la parte que impedía que mis tres amigos surfistas con lentes oscuros y trajes de baño color pastel me acompañaran para encarar la belleza de Enrique. Pero mi mamá entró al cuarto y me dijo: “¿Qué haces con esa piyama puesta, María José?”, y antes de que yo pudiera siquiera formular una respuesta, ya me había extendido sobre la cama el vestido que obligatoriamente yo debía portar para el festejo.
Llegamos a Chazz, comimos hamburguesas y papitas ABC. Después, mi mamá les dio permiso a todos los niños de salir a jugar. Yo los seguí tímidamente. En algún momento, vi a Enrique parado en el umbral de una puerta, bellísimo, su perfil iluminado por el sol de la tarde. La suerte estaba de mi lado, ahora podía acercarme para decirle “Hola”, como si llevara puesta mi piyama favorita.
Avancé hacia él, y justo cuando lo alcancé, llegó también Francisco. Sólo unos segundos estuvimos juntos los tres antes de que mi hermano dijera: “Le gustas a mi hermanita”.
Con esas cinco palabras el universo se suspendió: el barullo común de los restaurantes, la mezcla de la losa chocando contra la losa y los cubiertos contra otros cubiertos, las risas estrepitosas de los niños y la charla monótona y regular de los adultos.
Luego, Enrique, dueño del tiempo, dijo: “¿Tu hermanita? Pero si es muy fea”.
El latido acelerado de mi corazón se fundió con el bullicio del fondo, insignificante.
Luego mi hermano y Enrique se rieron y se echaron a correr.
***
Tenía 16 cuando me encontré con Enrique en una fiesta.
A sus 18 años seguía idéntico: flaco, moreno, cabello negro rizado, un ligero aire a Alejandro Sanz.
En medio de las luces de una pista de baile improvisada, me miró y sonrió sin reconocerme.
Una amiga nos reunió a ambos para presentarnos, pero, antes de que pudiera decir cualquier cosa, yo dije: “Tú eres Enrique”. Él me miró desconcertado.
“Soy María José, hermana de Francisco”.
“¡¿Eres la hermana de Francisco?!”, dijo, abriendo mucho los ojos, como para ver si con una mirada lograba comerme completa.
“Sí”, respondí con parquedad.
Por ese entonces, yo me moría de ganas de enamorarme y Alejandro Sanz conservaba su sonrisa encantadora.
Por ese entonces, también descubrí que Enrique se había convertido en un adolescente que no me gustaba: no tenía plática, no bailaba y se reía con un gesto estúpido y violento que le descomponía por completo las facciones.
Les conté a mis amigas de la desgracia ocurrida en Chazz.
“Véngate, se ve que le gustas”.
La mirada de Enrique se deslizaba por mis ojos, por mi boca y por todo mi cuerpo.
Yo lo observé detenidamente. Era bastante más alto que yo. Tenía en el rostro el mismo lunar que a los siete años le había visto mientras lo espiaba jugando Nintendo. “Es guapo”, pensé. Pero luego le sobrevino la risa estúpida y me pregunté, con toda la soberbia de mi corazón emo, si no era suficiente venganza que hubiera resultado ser tan idiota.
Qué dulce hubiera sido besarlo, prometerle mi corazón, mi cuerpo; sostener su ternura de 18 años en medio de mis manos jóvenes, para después decirle: “Enrique, eres demasiado estúpido, no puedo rebajarme por tan poco”.
Pero mi corazón era también tierno y estúpido, y yo debía ir a entregárselo a alguien que me lo arrancara y lo estrellara de lleno contra el ruido de fondo de una fiesta, en medio de la noche.
“¿Te puedo llamar?”.
“No”, le dije, y me fui.
***
Al día de hoy, quiero mucho a mi hermano. Él me quiere también. Nos mandamos memes y emojis.
Alejandro Sanz es un viejo lesbiano. Leo que fracasa mucho en el amor. Hace ya un rato que su sonrisa es muy poco encantadora (¿se puso bótox?).
¿Enrique? No sabemos nada de él. Yo creo que ya no se ríe tan estúpidamente, pero no tengo pruebas de ello.
Sigo dispuesta a fajarme mi piyama favorita para celebrar que alguien me gusta.
Imagen: Tuit de @biciclotimia <3