El tamaño de las cosas
El edificio es algo lúgubre, húmedo. Por las noches me parece que he encontrado el último resquicio silencioso en la ciudad. No es que no se escuche nada, es quizá la comparación con el departamento que habité antes, durante casi tres años, y que está frente a un parque. Todas las noches, bajo mi balcón, recibía la serenata reguetonera de los mamados del parque. Los mamados del turno de la noche, claro, que no son los mamados de la madrugada ni de la mañana ni del mediodía.
Ahora, cuando me acuesto, no se escucha nada, o casi nada. A lo lejos, he llegado a percibir los tambores de los danzantes que se reúnen [tal vez] en el atrio de la iglesia que está cruzando el eje. Un murmullo constante y ligero. Casi sagrado.
“No quiero que te mueras nunca”, me dice Lucía con angustia, abrumada por lo que trastocó nuestra mudanza, por sus once años y por la vida, en general. Trato de consolarla lo mejor que puedo. Mido cuidadosamente mi racionalidad para permitirle sentir ese terror de la incertidumbre que sentimos todos, tratando de atar sus pies al momento: “Aquí estoy. Aquí estamos. Estamos bien. Estamos vivas”.
El edificio no era tan silencioso cuando llegamos, en septiembre.
Algún vecino me advirtió del karaoke de la esquina. Pero escucharlo se reduce a esas tres o cuatro voces familiares que semana con semana (jueves, viernes y sábado) se reúnen para cantar más o menos las mismas canciones en el mismo tono desafinado y entregado que requiere el karaoke.
“Deben estar borrachos”, dice Lucía. Se trata, en todo caso, de unos borrachos disciplinados que empiezan temprano y terminan temprano.
Entonces, al principio, el problema no eran ni los tambores ni el karaoke, sino el sonido de una televisión cercana que se encendía en algún lugar justo cuando procedía a acostarme y que llegaba también al cuarto de mi hija.
Al principio, la ignoré. Los ruidos tienen una ventana de oportunidad para volverse molestos, a fuerza de repetirse, cuando adquirimos la noción de que sí, están allí, cerca, a un volumen posible de tolerar o no.
A veces se escuchaban películas del cine de oro mxicano: música de violines y declaraciones desesperadas de un Infante o de un Negrete. Pero otras, la voz de Javier Alatorre se paraba en la orilla de mis orejas para gritar a todo pulmón: ESTA NOCHE, EN HECHOS.
Intolerable.
Aguanté varias semanas martirizándome, como es costumbre nacional: no te quejes, no sientas, no expreses tu desacuerdo ni tu molestia. Con su aderezo sexista: no seas la vecina histérica que se queja en el chat.
Pero no he llegado hasta aquí (hasta habitar la piel que habito) a base de complacer a los otros y sacrificarme como santa, católica y apostólica, de modo que hice acopio de palabras y emojis amables para pedir en el chat de vecinos que bajaran el volumen de la televisión que, intermitentemente, se encendía a lo largo de toda la noche, provocándonos sobresaltos y ojeras.
El número XXXXXXXXX escribió: “Hace un tiempo le pedimos a la vecina del 104, que no está en este chat, que bajara el volumen, pero nos dijo que no era ella”.
La vecina del 104, claro, justo debajo de mí.
Otro vecino, embestido de emisario de la paz, agregó: “Estuve indagando, puede ser que venga de atrás, de la bodega de la concesionaria. Debe ser el guardia nocturno, no nos adelantemos”.
El guardia nocturno de la concesionaria: no tiene ningún sentido, Karen. Mejor adelantarse y errar, que quedarse inmóvil en este sacrificio absurdo.
Así siguieron las cosas, con Pedro Infante y Alatorre mezclándose en nuestros sueños.
Un día, después de grabar un video en el que (según yo) era evidente que el sonido provenía de la ventana de la vecina del 104, compré unas galletas.
Le expliqué a Lucía: “Le llevaremos galletas, como los reyes magos llevaron regalos a Jesús”. ¿Quién puede resistirse al sabor dulce de unas galletas de chocolate?
Pero Lucía y yo nos comimos las galletas antes de atrevernos a tocar el timbre del 104. Ni modo. Nuestra misión de paz fracasó.
Hasta que llegó el Día de Muertos y la vecina/el guardia no encendió la televisión.
“Por fin, se fue de vacaciones”, pensé.
Pero pasaron los días y la tele seguía muda.
Mis dudas, si quedaban, acerca de si era la vecina o el guardia de la concesionaria se disiparon por completo conforme el silencio nocturno adquirió constancia.
La segunda semana después del puente de Muertos, a la humedad habitual del pasillo se sumó un olor peculiar que se intensificó rápidamente.
Pensé en la tumba de Tutankamón, descubierta el 4 de noviembre de 1922. Tres mil años de humedad.
No voy a negar que, alguna que otra noche, tuve la fantasía de que la vecina, a la que yo hallaba culpable de mi insomnio casi diario, falleciera. No era una muerte real la que yo deseaba, sino una muerte mágica, aséptica y silenciosa.
Pensaba que debía ser una persona mayor (a dos meses de mi llegada al edificio, no la había visto una sola vez). Me recordaba a mi abuela materna, una viejita a la que alguna vez cuidé por un par de noches porque se había roto la cadera y nos repartimos los turnos para que no se quedara sola. Fueron las únicas dos noches de nuestras vidas que dormimos en la misma cama. Mi abuela padecía de asma y cada tanto me despertaba alarmada pensando que se estaba ahogando, por lo ruidosa que era su respiración. También descubrí que se pasaba la noche prendiendo y apagando la tele, rezando y leyendo el periódico.
¿Rezaría la vecina del 104, leería el periódico? ¿Qué haría todas esas horas que restaban del día antes de proceder al encendido y apagado del televisor?
Por las ventanas del comedor se ve el amanecer.
“¿No te parece increíble que no haya un amanecer igual a otro?”, pregunta Lucía.
El olor en el pasillo se volvió insoportable. Intolerable.
Hubo que llamar al 311 (Protección Civil). Vinieron a romper la puerta. La vecina del 104 había muerto. Por fin supe que se llamaba Susana.
Se llevaron su cuerpo el mismo día que lo encontraron. Pero el olor se aferró a las paredes, a los cuartos de su casa y al pasillo compartido durante más de dos semanas. La policía dejó sus ventanas abiertas. Nosotras cerramos las nuestras para que no se metieran las moscas. Por la puerta rota de Susana, se cuela la luz. También ella veía el amanecer por las ventanas de su comedor.
Con Lucía en casa de su padre, me costó trabajo conciliar el sueño las primeras noches. Sentí miedo. Prendí mi iPad para poner una serie que me arrullara. “Pinche, Susana, ¿es tu venganza o quieres seguir viendo la tele?”. Para dejarle muy en claro las cosas, puse una serie en inglés a un volumen muy bajo. Descubrí que no tengo disposición para ver la tele acompañada de fantasmas.
Otro día, Lucía y yo compramos unas veladoras y una ramo de flores blancas. Mi hija agregó a la ofrenda una pequeña rana de resina transparente. Dejamos todo frente a la puerta rota, sostenida por los múltiples sellos de la Fiscalía.
Dice en el sitio web de la Mediateca del INAH que, para los mexicas, las ranas “estaban estrechamente ligadas con el culto al agua y eran símbolos de fertilidad y renovación. En algunas fiestas religiosas dedicadas a Tláloc y a Cintéotl, dios del maíz maduro, las ranas eran consumidas como alimento ritual y los mexicas las consideraban como anunciadoras de la lluvia y, por consiguiente, de la regeneración de la Tierra. Esta asociación seguramente se debe a la intensificación de su croar antes de la llegada de las lluvias”.
Tal vez la rana pueda acompañar a Susana en su camino.
“Se cerró un círculo”, me dijo Lucía. “La gente sí se muere de verdad”.
¿Qué puedes decirle a tu hija de once frente a la contundencia de la realidad?, mientras los pasillos conservan el aroma de un cuerpo que se descompuso solo, sin nadie que pudiera darse cuenta de que Susana ya no respiraba más.
“Se murió como nadie quiere morirse”, me dijo mi mamá cuando le conté lo que había pasado. “¿Cómo?”, pregunté en automático. “Pues sola”, agregó rápidamente mi padrastro. “No quiero que se mueran nunca”, pienso para mis adentros mientras observo sus rostros, sus cuerpos casi octogenarios.
He aprendido en estos días que hay una especie de mosca capaz de datar con su olfato el tiempo que lleva muerto un animal. Hay una ventana de tiempo propicia para que las moscas pongan sus huevecillos en la carne descompuesta.
Pienso mucho en el tamaño de las cosas. Susana, una mosca, el polvo. La muerte puede hacer eso, recordarnos la justa medida de todo.
¿Qué es una puerta? Lo que nos separa de la muerte. Algo que guarda nuestro mundo dentro de otro mundo. Algo que simula una frontera. Algo que ya no importa.
¿Qué es un televisor a todo volumen que se enciende a las 4:00 am? La constatación de que Susana, la vecina del 104 (la que “nunca se casó ni tuvo hijos”, dicen), sigue viva.
¿Qué es estar vivo? Una cosa sagrada.
A veces extraño a mi abuela, su comida, su acento yucateco recibiéndome con un: “chula-bella”. Extraño todo lo bueno que propició su vida.
No quiero olvidar nunca la voz de mi abuela, la risa de mi amigo José y olor de su aliento. No quiero olvidar nunca el modo cariñoso en que mi hermano Carlos olía (esnifeaba, es más preciso) las orejas de su perro Anselmo, ese que rescató un día en la carretera y que murió un par de años después de él.
“Me gusta pensar que la gente se vuelve a encontrar cuando se muere”. “A mí también”, le respondo a Lucía.
El aire corre fresco por los pasillos. El sol sale por el Oriente. Estamos aquí.