Lluvia (8/52)

María José Ramírez
3 min readApr 29, 2021

Cuando vivía en casa de mi mamá tenía muy pocas responsabilidades. Tenía tiempo para existir sin justificaciones, sin prisa. Ahora hay que pagar cuentas, cuidar, trabajar. Ser adulta, pues.

Lo hago con amor. Pero no todo, porque no me alcanza. Cuido de mi hija, mis plantas y mis gatos. Todo lo demás es muy complicado de momento, en pandemia. No puedo estar, sino detrás de un monitor, siendo productiva, porque mis compromisos laborales así lo requieren o porque yo misma me lo impongo. Hay que producir sin parar. A medias, con ansiedad, con cansancio, con la mucha o poca concentración que logre reunir.

Pero cuando vivía en casa de mi mamá, tuve el privilegio de vivir fuera de todo rigor temporal. Sobre todo cuando estudié la universidad, y cuando por fin tuve un cuarto para mí porque mis hermanas ya estaban casadas.

Fui una adolescente despotricada y no me arrepiento de nada.

Una de las cosas que más disfrutaba hacer era ver llover. Apagaba la luz de mi cuarto y me tiraba en la cama a observar y escuchar la lluvia.

A veces tomaba fotos porque me asombraba lo que podía desatar el agua y quería atesorarlo: se movían las hojas de los árboles, se formaban ríos en las calles, el agua cubría de estrías transparentes los vidrios. En algún disco duro debo tener cientos de fotos y videos de la lluvia desde la ventana de aquel cuarto, del charco que se hacía justo enfrente de mi casa, antes, durante y después de llover. La contemplación era ancha, simple.

Ni los granizos locos de mi infancia ni las anécdotas de inundaciones terribles (recuerdo el splash que la camioneta Dart modelo 81 de mi mamá hacia al cruzar División del Norte convertida en un lago casi intransitable), ni las goteras en la casa mermaban la paz que me producía ver llover.

El relato de la lluvia legendaria y feroz que ocurrió el 16 de abril de 1964, cuando trasladaron la escultura de Tláloc, era una de mis historias favoritas.

Estaba protegida. Vivía en la semiinconsciencia de aquella protección. La lluvia era un aviso de que afuera había algo más, algo que se me figuraba un peligro ancestral. Y lo deseaba mucho, sin saber que una vez que una sale y se moja, ya no hay retorno, no de la misma manera.

Mi mamá enterraba cuchillos cuando necesitaba que no lloviera. Y no llovía.

Todos los días intento hacer algo que me motive (además de cumplir con mis obligaciones). Es difícil salir de la sensación de vacío que supone este presente pandémico. Sabemos que se va a terminar, sabemos que estamos perdiendo personas y lugares en el camino, no sabemos cuánto falta (pero sabemos que no falta poco), ya no sentimos el temor de enfrentarnos a algo desconocido: a un año de que empezó este desastre, sabemos qué tan voraz es este futuro adelantado y previsto.

Languidecemos, leí en un artículo del NYT.

Llevo semanas viendo los árboles demasiado amarillos, el pasto largo y seco como paja, las flores que viven junto a las vías del metro a punto de morir de sed.

Incendios por todos lados.

Afuera hay un virus y mucho calor.

Mi casa es un refugio sin la permanente sensación de protección que respiraba con descuido en casa de mi madre.

Ahora tengo que ser yo esa sensación. Para mí, para mi hija, que se asusta cuando llueve porque siente que el agua va a atravesar el techo.

Hoy llueve, por fin. Y me consuela estar adentro y saber que afuera se mojan las plantas.

Más allá no puedo pensar. No quiero. La lluvia no es igual para todos. (Reconozco con egoismo que me da gusto escuchar el latigazo del granizo sobre lo que está afuera.)

No se va a meter el agua, le digo a Lucía, te lo prometo.

Y me quedo unos minutos con la luz apagada oyendo la lluvia, entre agradecida y celosa de esa otra María José que observaba la lluvia con ingenuidad.

*Foto y pie de foto tomados de Infobae.

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