Pequeñas raíces (a)(11/52)
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.. sólo en libertad podemos conocer de qué estamos hechos.
Antonio Rivera Peña
Dejé de ir a terapia después de que, mientras lloraba por Mara Castilla en mi consulta, la terapeuta me dijo: “La responsabilidad es 50/50".
No reaccioné al instante. Es decir, no salí de inmediato de ese cuarto en semipenumbra en el que me sentaba cada jueves por la mañana a intentar acomodar algunas cosas, ponerles nombre, verme.
Le dije que no, eso sí, “no hay manera de que una mujer, por beber hasta perder la conciencia, sea responsable de que la violen y maten".
“No estamos seguras ni con nuestras propias parejas", también dije, recordando las ocasiones en las que había tenido relaciones con un exnovio y no podía recordar absolutamente nada.
“Te veías normal", decía él cuando yo le preguntaba por mí misma y lo que había sucedido sin que yo pudiera albergar un sólo recuerdo.
Al calor del #metoo le conté a una amiga acerca del comentario de la terapeuta. En su cara se dibujó con total definición el NO, el NO inmediato que yo no había podido pronunciar, pero que, unas semanas después, me convenció de abandonar esa terapia.
De tantas consignas escuchadas en las marchas y repetidas en carteles, pintas, redes sociales, la que dice: “Si nos tocan a una, nos tocan a todas", me resuena cada que leo acerca de violaciones y feminicidios.
Es un hecho que la violencia de género afecta mucho más a mujeres en situaciones precarias, pero no hay quién se salve. Es decir, la precariedad sólo empeora las condiciones en las que se padece la violencia, pero la violencia es la misma.
No todas quieren contar sus experiencias. Hay una carga de culpa, de estupidez, de negación del papel de víctima.
Hay un gran texto de Jazmina Barrera en donde se refiere a su relación con un hombre nefasto como una bolsa de basura:
“Me da pereza y coraje dedicarle el poco tiempo que tengo hoy para escribir a un texto sobre Herson Barona. Hace varios años lo bloqueé de todas mis redes, y su persona está tan ligada al personaje virtual que ha construido, que después de bloquearlo desapareció por completo de mi vida y de mis pensamientos. Estos últimos días, con las denuncias en su contra que aparecieron en #MeTooEscritoresMexicanos, fue como si alguien metiera a mi casa una bolsa grande de basura que saqué hace mucho tiempo. Una bolsa de basura que ya se había llevado el camión y que yo hacía desintegrada y parcialmente reciclada en un montón lejano de mierda.”
Tengo un problema con la imagen porque la basura la hacemos en casa, es producto de nuestro consumo. Indefectiblemente está allí nuestra voluntad, nuestra responsabilidad: “Decidí creerle, por ingenua”, “mi vanidad y mi depresión me seguía pareciendo que debía gustarme”, “Me da muchísima vergüenza admitir que le creí, que con esa declaración me conformé y que arriesgué mi cuerpo y hasta mi vida de esa forma”, “Me muero de pena de no haber hecho caso de los rumores”.
Nadie quiere ser víctima.
Las víctimas son débiles, tontas, dejadas, mujeres enfermas, codependientes, adictas al sufrimiento, ceros a la izquierda.
“Por qué se deja violar, golpear, maltratar, matar. Por qué toma así, por qué se viste así", al infinito. Para las mujeres hay una lista interminable de preguntas y, a decir de aquella terapeuta, una responsabilidad del 50% que asumir.
Nadie quiere ser víctima.
México es el país en el que nos autorevictimizamos hasta cuando nos roban la cartera: por pendejx, por distraídx, nos decimos.
Nadie quiere ser víctima. Nadie, ni las personas codependientes.
El sufrimiento es real aunque tus malos hábitos emocionales te lleven a la puerta del agresor, aunque cada una tengamos nuestra parte de basura para echar a la bolsa. Y no es que los agresores sean muy listos (imaginamos siempre al psicópata genio urdiendo coartadas impecables impregnadas de narcisismo), es que tienen a todo el sistema de su parte y han probado estrategias hasta dar con las que les funcionan repetidamente. Una estrategia infalible es aproximarse a mujeres vulnerables (si es a varias al mismo tiempo, mejor), ya sea porque dependen de ellos económicamente, o porque son unos años mayores, o porque tienen la autoestima por el suelo, o porque están solas o deprimidas o tristes. Dice Jazmina Barrera: “era invierno y el frío y la falta de luz me deprimían, […] venía de terminar una relación muy desgastante”.
No he encontrado ninguna larga lista de preguntas para quien agrede. Lo que he notado es que, como es natural, los hombres se desmarcan cuando la agresión o las agresiones son visibles. Ellos no son como Fulanito, que mató a su ex. Ellos no son como Tal, que violó a una niña. Ellos no son como Mengano, que no paga lo que le corresponde de la manutención de sus hijxs. Ellos no están en ningún tendedero de denuncias (¿o sí?) ni los han arrobado en ninguna cuenta del MeToo. Sus “pecados” están bien guardados, inconfesos, impronunciados, sin nombre, no tipificados en ninguna ley, arropados al calor de lo privado. Los llevamos nosotras adentro como pequeñas raíces.
Todos son ese hombre distinto.
Ese con el que nos queremos encontrar nosotras: sobrias o con la consciencia anegada en alcohol.
Una buena parte de la pandemia no me atrevía a salir a caminar yo sola.
Hoy me parece ridículo, impensable. Pero el miedo es inmenso y se entiende muy bien con la imaginación.
Entre los datos y la información consumida en redes sociales, la realidad se torna siempre oscura.
Cuando decidí que era suficiente, que necesitaba salir de la guarida que representa mi área de trabajo en casa, tomé la decisión de indagar acerca de esa realidad oscura que, como la mancha voraz, imaginaba extendida en “el afuera".
Rápido encontré en internet un mapa en el que se puede ver la incidencia de diversos delitos en la cdmx. Así me enteré de que, si bien mi barrio no figura como uno de los más peligrosos, hay una carpeta de investigación abierta por una violación cometida justo en mi calle. Una noche de 2019, en la que seguramente me encontraba en casa, a escasos metros, se presume, violaron a alguien.
Al final, el mapa me dejó con la idea de que la situación en las calles por las que me muevo podría ser mucho peor de lo que es.
Antes de la pandemia, ya de por sí, en mi ruta habitual, me topaba casi a diario con hombres que se metían a provocar al vagón exclusivo de mujeres en el metro/metrobús, señores mirando con lascivia a niñas de 12/13 años en sus uniformes de secundaria, o con recomendaciones de no caminar sola por aquí o por allá al salir del trabajo.
Me preguntaba todo el tiempo por qué teníamos que ceder a la violencia nuestros espacios, los espacios que son para todxs.
Ya sabemos que con la pandemia, las cifras de violencia doméstica se han disparado. Lo que antes separaban los espacios de trabajo, la escuela, la familia extendida, lo han atrapado en una jaula el virus y sus derivados como el desempleo, la incertidumbre, la frustración. La mancha voraz crece de adentro hacia afuera y no al revés.
Salgo a caminar. Mis trayectos son más amigables que los trayectos prepandémicos.
Poco a poco la mancha recula y las calles dejan ver sus detalles, las texturas, colores y olores que conforman el mapa de mi realidad.
En cada paseo repetido se deja ver algo nuevo que antes no había observado.
Por fin, la calle es también mía.
Ya sé que si hace calor y llevo un vestido, me puedo cambiar a la banqueta que no tiene talleres mecánicos. Procuro así que todo vaya bien, que mi radar hipersensible evada las sombras que lo activan.
No todas podemos cambiar de banqueta y ningún cambio de banqueta soluciona el problema.
Vivimos en un país violento.
Vivimos en un país que odia a las mujeres.
Hace poco leí un post de la titular de la Fiscalía Especializada para la Investigación del Delito de Feminicidio, Sayuri Herrera; decía que detrás de cada feminicidio hay una serie de violencias que lo preceden.
Veo las pequeñas raíces de la violencia coladas en el día a día. Son muchas, algunas parecen casi invisibles, de tan delgadas. Pero juntas, son fuertes y sólidas, capaces de sostener la monstruosidad de los crímenes que aparecerán en las primeras planas.
En el caso de Rubí Marisol Frayre Escobedo, hija de Marisela Escobedo, asesinada a los 16 años por su pareja, Sergio Rafael Barraza Bocanegra, se sabe ahora por dónde pasaban algunas de esas raíces. A los 13 años, Rubí se hizo novia de Sergio, de 21. Sergio se la llevó a vivir con él y la aisló de su familia.
Al abuelo de mi ex le encantaba contar un chiste acerca de la edad a la que las mujeres “ya alcanzan el timbre". “A los 13 años”, decía riendo.
A los 15, Rubí quedó embarazada. Unos meses después de que nació su hija, Rubí fue torturada y asesinada por Sergio.
Marisela cargó con esa culpa hasta el último día.
Vivimos en un país que odia tanto a las mujeres, que se desechan pruebas, testimonios y los feminicidas confesos son exonerados.
Sigo caminando.
Marisela caminó desnuda, llevando la foto de Rubí encima de su cuerpo.
Nosotras caminamos, nos preguntamos, escribimos.
Hace unas semanas leí el hermoso libro de Cristina Rivera Garza sobre su hermana Liliana, víctima de feminicidio.
“Liliana decidió no hablar, o no pudo hablar, o no tenía lenguaje para hablar de eso.”
Cristina escribió un libro. Cada vez nos hacemos de más palabras. Caminamos.
“Liliana es el nombre que le di a mi libertad”. Queremos ser libres. Queremos ser nosotras, todas.
Mi amiga Abril y yo hablamos un día de la dificultad para nombrar algunas circunstancias violentas. El área gris, le llamamos. No hay golpes (quizá algún empujón), no hay violación (quizá sí mucha coerción). El depredador gris, un hombre pequeño en su interior, aterrorizado y frágil, me digo a mí misma y pienso en mi ex, el del abuelo de los chistes pedófilos.
Una jueza le dijo recientemente a una amiga que lo que le pasaba no era violencia económica. Su expareja ha condicionado por años sus aportaciones. Tienen hijos y él ha vaciado sus cuentas bancarias, además de haber dejado su empleo, imposibilitando la ejecución de la pensión alimenticia correspondiente.
La Ley de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia del Distrito Federal define la violencia económica como: “toda acción u omisión del Agresor que afecta la supervivencia económica de la víctima. Se manifiesta a través de limitaciones encaminadas a controlar el ingreso de sus percepciones económicas”.
La jueza también dijo que sin pruebas de violencia física, no hay violencia.
Ahora tenemos muchas más palabras, pero hace falta querer leerlas, escucharlas, pronunciarlas, entenderlas sin culpa.
¿Qué preguntas se harían los hombres si miraran al interior de esa bolsa de basura?