Tengo como tres fotos de ese viaje. Esta es una.

Siempre tendremos Madrid

Para mi momoito pichulón

María José Ramírez
5 min readJun 9, 2022

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Una vez fui a París con mi amiga Ceci.

Sólo una vez he estado en París, aunque dos veces en el Charles de Gaulle.

Fui a ver a Ceci diez días cuando ella vivía en Barcelona. Yo nunca había estado en Europa. Un fin de semana fuimos a Madrid y otro a París.

Madrid fue una fiesta. París no.

En París, Ceci y yo nos odiamos por primera vez en nuestra historia de amistad que, por ese entonces, ya tenía 17 años. Ya nos habíamos peleado de niñas, muchas veces, seguramente. Pero odiarnos, fue la primera vez. Teníamos 20 ella y 21 yo. Diecisiete años siendo amigas. Ella quería ir a Marruecos. Pero yo insistí en ir a París, porque mi exnovio universitario me juró que Cortázar tenía razón, que París es una caja de bichos raros, una fiesta (según Hemingway), el lugar en el que la Maga y Horacio se encuentran sin ponerse de acuerdo.

(Luego Ceci sí fue a Marruecos, con otra amiga. Allí la quisieron comprar con ganado, por ser bella y tener ojos bereber.)

Ceci ya había estado en París, con su familia.

Yo quería ir hasta la tumba de Jim Morrison, pero nos perdí y terminamos en la tumba de Napoleón.

París no era una fiesta.

Como nuestro vuelo de Barcelona salía muy temprano, decidimos irnos en vivo. Total, teníamos 20 y 21.

Llegamos tan temprano a París. Tan desveladas.

Estaba todo cerrado. Hasta el hostal.

Teníamos tanta hambre y nadie quería hablarnos en inglés.

París es enorme.

Nuestro hostal estaba por la Gare d’Austerlitz. Nos miramos con pistolas en los ojos de allí hasta La Motte-Picquet Grenelle. Nuestro primer odio.

Teníamos mucha hambre. Queríamos comernos Europa. Dormirnos en Europa. Era otoño.

Nos alcanzó para comprar pan, jamón y queso. Nos hicimos unas tortas y nos sentamos frente a una unidad habitacional color gris rata, como nuestra propia ciudad.

-Bon appétit! -nos gritó un señor que iba rumbo al trabajo con su portafolio de piel y un bigote muy francés.

Nos reímos y le gritamos: Merci beaucoup!

Luego nos fuimos a echar al pasto cerca de la Torre Eiffel. Ya nos habíamos perdonado lo del hambre, lo de no estar en Marruecos y lo de tener 20 y 21. De ahí en adelante, nos reímos mucho de nuestras pistolitas en los ojos, de ese odio pequeño y ridículo que tenía sueño y hambre y no sabía francés.

En el Arco del Triunfo conocimos a un mexicano. Un hombre oriundo de Sonora que llevaba una chamarra deportiva negra con franjas verdes.

Ya olvidé su nombre. Tendría unos 35 o 40 años. Se veía triste. Era el sonorense más triste en París.

¿Se acababa de divorciar?

Nos cayó bien.

Con él fuimos a beber unos tragos demasiado caros a Champs-Élysées.

Las ciudades son muchas cosas. Los viajes también. Son un estado mental. Una libertad.

Se puede ir a donde sea y nada es lo que los demás dicen que es.

En París tenía una casa John Berger, era su casa de ciudad. A él le gustaba más estar en Quincy. Yo no conocía a John Berger a los 21, si lo hubiera leído entonces, habría ido hasta Quincy, o no.

Nuestra amiga Ana vivió varios años en París. Ceci fue a visitarla antes de la pandemia.

Ahora Ceci está en Francia. Y nuestra amiga Abril en Barcelona. Otro París. Otra Barcelona.

En 2003 volé a Madrid y luego a Barcelona. Había vivido un aborto clandestino del que sólo pude contarle a Ceci durante mucho tiempo. “Quisiera poder estar allí contigo”, me escribió en un correo.

También sabía mi exnovio universitario, que me contó que su exnovia de la prepa también se había embarazado después de terminar con él. “Me hubieras avisado”, pensé con ironía, pero nunca le dije.

Unas semanas después, el 2 de octubre, me subí a un avión.

Me sentía feliz, aliviada de ya no estar embarazada.

¿Quién me oiría, si gritase yo, desde la esfera de los ángeles?

Leía a Rilke mientras observaba una cama de nubes doradas.

“Si se cae el avión, no tengo miedo. Me puedo morir ahorita”, pensaba, porque tenía 21 y ya no estaba embarazada y me quería comer las nubes, a Rilke y a medio mundo.

“Bienvenida a España, María José”, me dijo un guapo en la aduana, con su acento gachupín.

Ceci me esperó en una estación de tren.

Nos abrazamos mucho y nos reímos.

Me compré una cobija azul en Ikea. (Esa en la que envolví a mi gatita muerta en 2021.)

En Barcelona me tomé fotos en calzones y se las adjunté en un correo a mi novio.

Un día llovió tan fuerte que nos metimos a tomar chocolate de emergencia.

Un chocolate espeso y caliente.

El agua caía en cascadas por las escaleras de las estaciones de metro.

En Barcelona la tierra es amarilla. Arrastramos una mesa con rueditas bajo la lluvia, atacadas de la risa.

Dentro de La Sagrada Familia volví a creer en Dios durante 5 minutos. O tal vez fue en la Casa Batlló.

Nos gustaba repetir en un acento exageradamente catalán: L’Hospitalet de Llobregat.

En España viajé sola por primera vez. Fui a Figueres a conocer la casa de Dalí.

Había muchas personas mayores, todas muy amables, aunque yo no hablara catalán. Allí me compré un paraguas hermoso color café con una línea mamey. (Ese que un pésimo novio me perdió en un concierto de Morrisey, en 2006.)

Otro fin de semana fuimos a Madrid.

Madrid era una fiesta.

Nos reímos tanto que terminamos meando en plena calle.

Perdí un lente de contacto y terminé el viaje usando mi armazón de pasta negra.

“Eres la cosa más hermosa que he visto en toda la noche”, me dijo uno en un bar en el que se paseaban unos gemelos altísimos y medio deformes.

En Madrid no hicimos más que reír. Y nos quedamos dormidas y ya no pudimos entrar al Reina Sofía. Chau, Guernica, nos vemos en otro Madrid.

Lo bueno fue que sí vimos Las meninas.

Otro día, en otro Madrid.

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