Tatuaje (3/52)
Recuerdo haber platicado con mi hermana Guianeya sobre los tatuajes, hace muchos años. De esas pláticas ociosas en las que no se está definiendo nada, pero sí fantaseando. Hablamos de los lugares de nuestro cuerpo en los que, si realmente quisiéramos hacernos un tatuaje (que no lo queríamos), nos parecería buena idea tener uno. Una de las preguntas que surgió fue, ¿y si te aburres de verlo?, y entonces, ¿será mejor tatuarte en donde no alcances a ver el tatuaje?
El año pasado tomé un taller de escritura que disfruté mucho. Entre mis notas, conservo las palabras de una de mis compañeras: “Un tatuaje es una herida de colores que quieres mostrar”.
A principios de 2020 decidí que quería tatuarme un tigre. Hice una cita con una tatuadora-instagramer-famosilla. Mi cita era en abril. En marzo viajamos a Nueva York y volvimos con el futuro en los ojos. Un futuro borroso por incierto, por tan findelmundo. Ya no volvimos ni a la oficina ni a la escuela.
Por seguridad, pospuse la cita que tenía con la tatuadora-instagramer-famosilla, la recorrió a agosto.
En julio, después de varios días de diarrea y vómito, tuve que internar a mi gato Quintilliano en la clínica veterinaria. No sabía que sería el inicio de un periodo de mucho estrés y cansancio.
Amar es un trabajo de tiempo completo. Cuidar es amar. La pandemia nos ha puesto a muchas a redoblar los esfuerzos que requieren los cuidados. Sin las maestras de mi hija (a las que les debo muchísimo), se me triplica el mandado.
Parecía una noticia de último minuto: los gatitos también envejecen, los gatitos también se enferman, los gatitos también se mueren.
El cuidado de Quint (al que tarde o temprano diagnosticaron de algo incurable) se me juntó con las teleclases, con mi trabajo, con el trabajo doméstico, con la realidad de nuestros humores y heridas y torbellinos del findelmundo 24/7.
Un tatuaje es una herida.
En agosto tampoco quise ir a tatuarme ese tigre.
Los tigres son la unión perfecta de la fuerza con la ternura. Ternura salvaje que te destroza las tripas. Tres tristes tigres, pero salvajes siempre.
Mi cita con la tatuadora-instagramer-famosilla se fue volviendo cada vez menos deseada, como un platillo delicioso que te quieres comer, pero ya cuando lo pruebas te das cuenta de que no le pusieron sal. Algo me estaba faltando. Su técnica parecía impecable, pero mi tigre no era de allí. Nuestra comunicación no fluía y a mí me estaba llevando la chingada pandemia, de modo que necesitaba un ancla de marinero, de esas que se tatuaban los navegantes para hacerse de un amuleto, un rayón en el cuerpo para no naufragar.
En octubre volví a internar a Quint. Esta vez, el pronóstico implicaba tomar decisiones drásticas. La idea de ver sufrir a un animal que ha sido parte de tu manada durante doce años, resulta insoportable. No quería despedirme de él, quería que fuera para siempre. Mis gatos han sido una compañía que nunca hubiera imaginado que disfrutaría tanto. Siempre fui #teamperritos, hasta que conocí a Quintilliano y a Kokoro (su hermana). Mis gatos son míos, no porque me crea su dueña, sino porque son mi familia, mi entraña.
Tomé la decisión y pedí el contacto de alguien que lo hiciera de la forma más amable posible. Vino entonces una doctora new age adorable que me dijo: “Yo necesito hacer esto con calma y necesito estar segura de que él está listo para irse”.
Quint llevaba días bajoneado, comía poco y se veía triste, adolorido (ahora ya aprendí a leer el dolor en el rostro de los gatos). Pero después de algunos minutos de escucharnos platicar con la doctora, apareció en la sala, se restregó contra todas y todo, y dio un salto para llegar a su rascador y afilarse las uñas.
No estaba listo para irse.
Lo último en mi lista de prioridades era ir a tatuarme.
Lo primero era el momento presente. Cuidar, apapachar, disfrutar, ronronear.
Un mes entero nos regaló Quint. Se pasó la mayor parte del tiempo echado en mis piernas, mientras yo intentaba hacer mis múltiples trabajos.
En varios momentos del día, mientras estaba acurrucado en mis piernas, Quint levantaba la cabeza y me miraba con sus dos ojos de gato. Yo le respondía: “Te amo, gatito, gracias”.
Lo dormimos un mes después.
Hace unos años, mi amiga Ceci me dibujó un tigre. Es un tigre que lee, un exlibris hermoso que lleva mis iniciales. Los tatuajes también se han utilizado como marca de propiedad. Un exlibris es una forma de tatuar los libros.
Yo no tatúo mis libros, pero sí colecciono los tigres que me regalan personas queridas.
Retomé mi plan de tatuarme un tigre. Quise que mi herida fuera mía. De modo que le pedí a Ceci su dibujo del tigre y busqué otro lugar en donde tatuarme.
Entonces recordé que Majo (mi tocaya y hermana de una de mis amigas de la infancia) era tatuadora. A Majo la conozco desde bebé (desde la panza de su mamá, digo sin mentir como diría una tía muy orgullosa), fui (brevemente)su maestra de literatura en la secundaria y tenía muchos años de no verla. Si alguien me iba a hacer una herida, tenía que ser ella.
Le extendí a Majo mi brazo para que dibujara en él. Me dolió (un dolor caliente, punzante, que luego se torna familiar).
El tatuaje me lo puse cerca de la mano, para verlo diario y acordarme de ser fuerte (feroz, si es necesario) y tierna, siempre.
Un tatuaje es una herida, un amuleto, el recuerdo de un año culero que me permitió tener a Quint dormido en mis piernas muchas horas.
Sigan a cecifonik y a dragondetinta en ig.
Amen mucho a sus gatos.