Pont d’Arc. J. Monney — Équipe Chauvet — Ministère de la Culture et de la Communication

Un cuerpo (7/52)

María José Ramírez

--

-¿Y ya fuiste al médico?

-No, ¿tú?

-No, ya tengo que ir.

-Sí, yo también…

-…

-…

-Me da miedo.

Hablo con amigas acerca del temor (que se nos va haciendo más pronunciado) de ir con la ginecóloga. He ido a mi consulta anual desde los 18 años, pero en años recientes me pone muy nerviosa desvestirme, vestirme con esa bata corta y delgada abierta por el frente, recostarme, abrir las piernas y subir los pies a los soportes correspondientes en la mesa de exploración.

No duele, yo sé que no duele, es sólo incómodo. Y luego la doctora gira el monitor del ultrasonido y me dice:

-Mira, este es el cuello del útero, aquí está tu DIU, y aquí…

Y yo miro sin ganas de mirar porque me siento en la boca de una cueva oscura de la que podría salir de pronto no sé qué.

En la Cueva de los sueños olvidados (2010), Werner Herzog muestra su asombro por el descubrimiento de la cueva de Chauvet, ocurrido en 1994, en cuyas paredes las personas dibujaron animales, líneas, puntos y, posiblemente, la parte inferior de un cuerpo femenino, hace más de 30 mil años. Afuera de la gruta, el río Ardèche ha formado un puente esculpiendo la roca caliza, el Pont d’Arc. El paisaje que se observa en este siglo es muy cercano al paisaje que vieron los humanos que pasaron por ahí en el Paleolítico, sólo que entonces era más frío y estaba poblado por una mayor cantidad de animales, pero el río y el puente de caliza ahí estaban. Los más de mil dibujos representan, casi todos, osos, bisontes, leones, rinocerontes, mamuts, caballos, cabras montesas, renos, ciervos, bueyes, panteras, hienas y búhos. También hay manos hechas con pigmento rojo, las huellas de un niño que debió visitar la cueva hace aproximadamente 25 mil años (entre otras huellas), restos de antorchas, huesos de cabras, osos y dos lobos. Chauvet es una de esas cápsulas del tiempo enterrada hace miles de años, pues su entrada quedó obstruida por una roca hace 10 mil años, hasta los años 90.

Desde entonces, los científicos estudian el hallazgo.

Dice Yuval Noah Harari: “There were humans long before there was history”. Dice Herzog: “We are locked in history and they were not”. No podemos saber con exactitud cómo era esa vida nómada de hace 30 mil años, interpretamos los hallazgos, imaginamos.

Los animales de Chauvet llaman la atención porque no están representados en escenas de caza. Sólo están. Forman grupos en los que se sugiere el movimiento, multitudes de cuerpos traslapados. Muchos son depredadores y, seguramente, los humanos de entonces debieron esconderse de ellos, observarlos a distancia. Pero no hay ferocidad en sus gestos, sino calma. ¿Qué mundo era ese en el que se dibujaba a las bestias en los muros de una cueva?

Al final, como Herzog es darks dice que es mejor dejar los secretos de Chauvet en paz, como si la penumbra de la cueva estuviera cargada de algo peligroso, eso que no seremos capaces de comprender y que será mejor no perturbar.

Voy con la ginecóloga. Después de un largo peregrinar, he dado con una doctora que me da confianza. Fui nómada de la ginecobstetricia. A la ginecóloga anterior le aguanté que cuestionara cuántas parejas sexuales había tenido y por qué amamanté a mi hija dos años. No es que no me diera cuenta de que a la doctora se le atravesaba no sé qué crucifijo en su práctica médica, era que me hacía todos los estudios en su consultorio por 1,200 pesos y yo no había encontrado una mejor opción. Pero no dejé de buscar, y el día que dicha doctora coronó su estupidez diciéndome (yo ahí con mi batita azul corta, los senos descubiertos en la mesa de exploración) que tenía cáncer, sin ninguna prueba en la mano más que la cámara del ultrasonido, decidí que había sido suficiente.

Padezco de cambios fibroquísticos en las mamas desde que era adolescente. Nada grave, sólo incómodo y doloroso. Hace poco menos de 20 años me operaron por primera vez para extraer un fibroadenoma de 2.5 cm. La operación fue más o menos rápida y sin sedación. La recuperación, de unas tres semanas. En la sala de espera del hospital, antes de entrar a cirugía, una mujer me dijo:

-¿Y no vas a aprovechar para que te pongan unos implantes?

Ahora me da risa su pregunta, pero en ese momento me dejó pasmada. Yo tenía miedo y, sobre todo, sentía mucha impotencia por llevar en los senos un objeto [volador] no identificado que me causaba dolor mes a mes y que requería del uso de un bisturí para desaparecer de mi cuerpo.

Creo que fue después de que dejé de amantar a mi hija que comenzó todo esto del terror a la ginecóloga. Creo que pocas veces me he sentido más una con mi cuerpo que amamantando. Durante la lactancia, las mamas son como flores repletas de leche. La sensación que se vive no es una, sino muchas. Desde la “bajada de la leche”, hasta la succión del bebé, que primero es rara y un poco dolorosa. La lactancia era para mí un dardo sedante. No importaba qué estuviera pasando, si le daba de comer a mi hija, el mundo se desvanecía y yo entraba en un sopor delicioso que a veces me permitía quedarme dormida profundamente, arrullada en un mar de oxitocina.

Los senos son un órgano sexual mal entendido. Su hipersexualización en nuestra sociedad es sólo una forma más de recordarnos que somos objetos de consumo para el placer masculino. Las tetas se enseñan para hipnotizar hombres, pero nada más, son ellos los que deciden de qué tamaño, forma, color y edad nuestros senos deben ser para resultar atractivos; se ven, se manosean, pero su popularidad no tiene que ver con el hecho de que su estimulación puede derivar en un orgasmo. De ahí que, en cuanto nos sacamos una teta para ponerla en la boca de un bebé, se vuelve un escándalo. El objeto del deseo masculino (la cosa, las dos cosas, jeje) no puede ser nuestro (¡aunque sea nuestro cuerpo de facto!) ni puede entregarse a nadie según nuestro propio deseo.

El otro día leí un post de Instagram de mi amiga Alejandra que me pareció muy hermoso, se trata de un cómic que realizó respecto a amamantar. En una de las escenas hay una mujer con la blusa abierta a la que se le sale a chorros la leche. Me gusta la idea desobedecer, de romper la regla y de destaparse para poder ser. A veces creo que el segundo año que amamanté a mi hija, lo hice sobre todo para recalcarle a las miradas de desaprobación que yo podía hacer lo que se me diera la gana con mis senos.

Volvamos a la cueva de Chauvet, de la cual, John Berger tiene ideas menos tenebrosas que Herzog.

“El río, de rápida y turbulenta corriente, metálico a la luz del sol, con apenas veinte metros de ancho, tira como un perro de tu imaginación; te pide que lo pasees”, dice del Arèche, a la entrada de Chauvet. Me gusta que un perro nos jale para cruzar el puente (el texto de Berger se llama “Le Pont d’Arc”), porque tiene que ser un animal el que nos guíe hasta la cueva.

Respecto a aquellas personas “fuera” del tiempo, fuera de la Historia, de hace 30 mil años, dice: “No habían surgido en un planeta, sino que habían nacido en el seno* de la vida animal. No eran ellos quienes guardaban y poseían a los animales: los dueños del mundo y del universo ilimitado que se extendía a su alrededor eran los animales”.

*Este es un subrayado de Berger, muy a lugar.

Había leído apenas unas páginas de este texto de Berger cuando tuve que ir a la ginecóloga. El año pasado debí operarme dos fibroadenomas que ya me esperaban con urgencia desde 2018, el año en el que la ginecóloga del crucifijo me dijo con frescura: “Tienes cáncer”, para luego desdecirse cuando ya me había hecho proyectar angustiada en mi mente la historia completa de mi vida y la orfandad futura de mi hija. Aunque encontré a una ginecóloga con la que he dado por terminados mis años de nomadismo ginecobstétrico, cancelé la cirugía a causa del inicio de la pandemia. Pero este año no quería seguir postergando mi salud, pese al terror creciente a la entrada de mi propio cuerpo.

La pandemia me ha puesto a pensar mucho en el encierro, en qué significa y en lo poco que tiene qué ver con no poder ir a fiestas, cafés y restaurantes (cosas que extraño con toda mi alma). He recordado en estos días a Teresa de Ávila, ha quien he leído en momentos muy distintos de mi vida y desde perspectivas casi opuestas.

Durante 15 años, fui a una escuela de monjas teresianas. La Teresa de mi infancia no es la poeta mística de mis años universitarios, sino una monja apasionada por la educación de sus hermanas y de las mujeres, en general. En el colegio nos hablaban del libro de Las moradas y a veces nos hacían leer fragmentos. Dentro de nosotros hay un castillo, el castillo interior, en cuya habitación principal está Dios. Hay que aprender mucho y disciplinar el alma para lograr acceder a ese cuarto. A mí me gustaba la idea de poder encontrarme con Dios dentro de mí misma, pero no tenía la prisa de Teresa por morirme para unirme a él (“vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que muero porque no muero”, cantábamos en misa).

En la universidad releí los poemas de santa Teresa como poemas místicos en los que el cuerpo no es sólo la cárcel del alma, el destierro que nos separa de Dios, sino la posibilidad del encuentro a través de la carne. Teresa es esposa de Dios y reivindica el mensaje del Cantar de los cantares como un encuentro directo con la divinidad. “Más valen tus pechos que el vino, que dan de sí fragancia de muy buenos olores”, eso y el “Béseme con el beso de su boca”, son fragmentos que Teresa de Ávila reivindicó como una sagrada y sensual entrega del alma a su esposo, Dios.

Pero una mujer, en el s. XVI, obviamente tampoco podía andar entregando apasionadamente su cuerpo sin el permiso de un cñor, ¡aunque se tratara de entregárselo a Dios!, pues Dios (cierto dios) ha sido el monopolio de una institución dirigida por…(redobles)… ¡puros hombres! Ya que se atreviera a andar hablando directamente con el Altísimo, sin intercesión de su confesor o de algún otro hombre, era escandaloso. Que quisiera entregar las carnes (¿de su alma?) en términos claramente sexuales, seguramente provocó el bochorno y la desaprobación de muchos. Tal vez por eso se la pasó escribiendo explicaciones que le pedían para que no fuera malinterpretada y se la acabara llevando la Santa Inquisición.

Las visiones populares del interior de un cuerpo humano son un poco cercanas al misterio tenebroso que Herzog asocia a Chauvet. En la película Viaje insólito (1987) o en Osmosis Jones (2001), el interior del cuerpo es una gruta (o una serie de grutas) plagada de peligros que involucran mucosa y bacterias monstruosas. Alguna vez visité a la Mujer Gigante de un parque en Chapultepec que se llamaba El Planeta Azul. Adentrarse en el laberíntico cuerpo de una mujer de 70 metros de largo, pretendía proporcionar a chicos y grandes una experiencia educativa. Recuerdo a un niño, sorprendido hacia el final del recorrido, que decía:

-¿Entonces los bebés nacen por el ano?

No sabemos del cuerpo hasta que se manifiesta. A veces vivimos como fantasmas, etéreos gasparines que imaginan con angustia el futuro y el pasado. Hasta que debemos enfrentar la sangre, los tejidos, la viscosidad desconocida y oscura de las entrañas.

Dice Berger que las medidas de la cueva de Chauvet poco importan, “porque uno está dentro de algo semejante a un cuerpo”.

Realizo los trámites preoperatorios: estudios de sangre y prueba PCR. Llego puntual a la clínica, un hospital pequeño y pulcro en la colonia Roma que me recuerda a un hotel administrado por monjas (será que tengo en la cabeza a santa Teresa). Todo se realiza de acuerdo a un plan impecable y eso me tranquiliza. Porque estoy nerviosa: alguien está a punto de abrir la cueva y adentrarse en su interior para develar un misterio. No importa cuan ambulatoria sea la cirugía, si hay bisturí de por medio, vivo el drama de lo que se rompe. Será porque el quirófano evidencia nuestra reducción a carne, a piel, a huesos. El día que parí a mi hija por cesárea, abierta en medio de una plancha, pensé: “Esto es todo lo que tengo”.

Ya cuando me tienen otra vez con la batita azul, conectada al suero, expuesta de la cintura para arriba y abierta de brazos en medio del quirófano, observo en la pared de enfrente la imagen de un Jesucristo que se aparece en plena cirugía, rodeado por un grupo de doctores. Es una imagen que me hace mucha gracia porque me la imagino sucediendo de verdad: te están operando y se aparece un hippie guapísimo a realizar una maniobra celestial, de pronto estás curado: “Levántate y anda”.

Pero al anestesiólogo se le hace tan tarde, que tengo tiempo para calmarme a mí misma. Es lo que uno aprende a hacer en la sala de espera; a mí me toca hacerlo aquí, “atada” de pies y manos, expuesta como pescado sobre la tabla de cortar. Sólo puede existir aquí y ahora, en este cuerpo.

“Dentro de la cueva hay miedo, pero el miedo está perfectamente equilibrado con la sensación de protección”.

¿Qué me da miedo de la cueva de mi cuerpo? La enfermedad, primero. Lo obvio. El “Tienes cáncer”. Pero también me da miedo la irrupción quirúrgica en su estar, un estar de animal presente frente a la computadora, acurrucada junto a mi hija, tomando el sol. Me da miedo el riesgo, la vulnerabilidad.

Al final, “hay que hacerlo”, me digo.

Cuando llega el anestesiólogo (acelerado todavía por el tráfico que lo ha traído hasta aquí a vuelta de rueda), me entrego por completo. Será lo que ellos quieran: la doctora, su asistente y el anestesiólogo. Él cumple rapidísimamente con su misión y yo caigo como un saco pesado en un sueño profundo.

Cuando abro los ojos, todo ha pasado.

Todos son suaves conmigo, amables, mientras yo trato de dilucidar si estoy en mi cuerpo o en un mundo celestial de Mario Bros. (He jugado tanto Nintendo últimamente, que el aturdimiento de la sedación se mezcla con escenas en las que debo comer monedas y aplastar champiñones.)

En la cueva sólo estoy yo, y está bien. Esta es mi casa, lo único que tengo.

--

--